Los periquitos de Amor de mi tía Angela
Vladimir de la Cruz [email protected] | Miércoles 12 octubre, 2022
No recuerdo de niño haber tenido mascotas, ni un gato ni un perro, que era lo más usual, y posiblemente siga siéndolo, aparte de animales exóticos o poco comunes para tener como mascotas.
Sí recuerdo, con admiración y cariño las pajareras de mi tía abuela Angela Rodríguez Rodríguez, en los pasillos del segundo piso de su casa, en el Barrio Luján, a 100 metros de la línea del tren, con varios centenares de periquitos de amor de todos los colores, que muchos años después descubrí que eran originarios de Africa. Esa área de la casa era especial para esas jaulas y sus periquitos, porque no tenían corrientes de aire y la luz del día estaba naturalmente bastante regulados.
Los que tenía mi tía Angela eran una paleta de colores, de todos los colores y combinaciones imaginables, amarillos, celestes, azules, morados, verdes, rosados, colorados, marrones, grises, combinados estos colores con rayas de distintos colores o matices, unos que parecía que tenían copete y mechones. Otros con colores especiales, en el área de su garganta, o en la parte superior de los ojos, en su frente.
Se les llama de Amor porque se les reconoce como inseparables, en las parejas que forman, al punto de que si uno de ellos se separa, o muere, o desaparece de su pareja, se dice que el otro también fallece. Se les considera totalmente monógamos para toda la vida. Son tan relacionados que la incubación de sus huevos la pueden hacer el macho o la hembra o alternan, y ese mismo comportamiento tienen hacia sus crías, atendiéndolos el macho o la hembra.
Para mi tía Angela eran obviamente animalitos de compañía. El tiempo que les dedicaba, la forma como los trataba y les hablaba, el cariño y cuidado que les depositaba y la manera cómo los atendía era impresionante. Daban la sensación que pasaban besándose constantemente.
La visita que acostumbraba hacerle a mi tía Angela, con mi abuelita Ofelia, su hermana, era todo un ritual, por la atención esmerada que nos daba, por el paseo que me llevaba a hacer por los pasillos de las pajareras, por verla alimentar a esas parejitas. Me enseñó que sus periquitos vivían muchos años dándole agradable compañía y entretenimiento, que incluso en cautiverio, pueden duplicar su tiempo de vida en el ambiente natural, alcanzando a veces hasta los 15 años.
Los periquitos mi tía Angela me permitía tocarlos. Me enseñó a tocarlos con delicadeza, sin asustarlos, y para tocarlos o acariciarlos había que hacerlo pasando suavemente la mano en dirección al pico, enseñaba que no se les tocara por el pecho ni debajo de las alas. Me enseñó a darles sus alimentos en compañía de ella. De eso tuve una experiencia que no he superado. En una de las jaulas había algo parecido a un pedazo de pan metido en un pequeño recipiente con agua o algún líquido. A mí se me ocurrió probarlo, con tan mala sensación que me produjo, para nunca más mojar el pan en el café, como acostumbra mucha gente, mi suegra lo hacía, mi esposa y algunos de mis nietos lo hacen. La comida mi tía Angela podía dárselas poniendo su mano, que era una forma de ganarles su confianza, lo que evidenciaba también que los periquitos eran mansos.
Mi tía Angela era especialista en estos periquitos o agapornis, que son loros pequeños, que pertenecen a la familia Psittacilidae, y sabía a la perfección cual era macho lo hembra con tan solo verlos de cerca, observando un color de su cara, en la parte superior del pico, celeste o azul el macho, rosado las hembras.
Las jaulas o pajareras de mi tía Angela eran espectaculares. Bien hechas, siempre limpias, con barritas para que los periquitos hicieran ejercicio o descansaran.
Yo no sé si estos periquitos hablaban, como algunos loros, lo que sí recuerdo es que pasaban cantando, y si el canto, ahora sé, que lo usan para seducir y llamar la atención de las hembras, pues no tengo duda hoy que pasaban cortejándose como parte de esa relación amorosa. Mi tía Angela les hablaba con cariño, con buen tono y tono bajo, como ella misma hablaba, trasmitiendo cariño y seguridad.
Mi tía Angela decía que los periquitos pasaban bailando, que eso lo demostraban con el bamboleo que tenían, con los movimientos constantes de su cabeza, que era también una forma de comunicación.
Se que como pericos podían aprender a hablas, a decir palabras. No recuerdo que ninguno en mi presencia dijera nada. Pienso que mi tía Angela con tal cantidad de periquitos no tenía tiempo para esa enseñarles palabras, aunque tal vez lo hizo con algunos.
Recuerdo que mi tía Angela les cubría la jaula para darles una sensación de privacidad.
El ruido que hacen los loros se llama gritar, de manera que en los pasillos de las pajareras, de mi tía Angela, siempre había una gritería, que era a la vez un signo vital de esa casa, de alegría, de amor, de fraternidad, de dulzura.
Mi tía Angela, como mi abuelita Ofelia, tenían un cutis precioso, bien cuidado, fino, daba gusto tocarlo. De mi abuelita Ofelia recuerdo cómo se lo cuidaba con masajes que ellas misma se hacía, y pasándose unos algodones con aceite de oliva español que tenía para eso, así como para comerlo con pan y sal.
Mi tía Angela como mi abuelita Ofelia tenía facetas espirituales, tenía sus creencias. Cuando yo era niño, sin haber entrado a la escuela todavía, llegó al país un astrólogo famoso de ese tiempo. Su entusiasmo hizo que me mandara a hacer una Carta Astral con él. Solo había que darle ciertos datos de nacimiento, día, mes, hora y algún otro dato que mi madre o mi abuelita se lo facilitaron. La Carta Astral la hizo y la tengo. Algunas de las cosas que allí se dicen se han cumplido en general. Mi tía Angela siempre tuvo un afecto especial por mí, y me lo expresaba. Me hablaba muy bien de mi padre, que salió del país al calor de la Guerra civil de 1948, que la quería mucho y se llevaban muy bien, según me decía mi madre.
Casada con Fernando Rudin, eran como una de esas parejitas de periquitos de Amor, siempre juntos, cuidándose, amándose. En sus tiempos otoñales me consta que iban todos los días al cine Ideal, al frente de la Plaza Víquez.
Ya viuda siguió viviendo en su casa. Sola, pero vigilada por su hija Eugenie, y sobrinas que vivían a la par. Una vez, a modo de anécdota, se le metieron a robar. Ella se dio cuenta, estando en la cama, se cubrió la cabeza con la cobija y dejó que los ladrones, o el ladrón, se llevaran lo que quisieran, que no había muchas cosas de valor ni que la pusieran en peligro de interrogatorio para buscar algo preciado. Mientras los ladrones estaban en su cuarto temblaba sin poderlo ocultar. Al irse los ladrones, uno de ellos, se le acercó le descubrió el rosto para darle un beso y decirle “muchas gracias porque se había portado muy bien”. Esa fue la última noche que vivió en esa casa. Eugenie inmediatamente se la llevó a vivir con ella.
Mi tía Angela fue la protectora de mi Abuelita Ofelia. Siempre la apoyó, estuvo cerca de ella, finalmente le obsequio la casa donde mi Abuelita vivió la mayor parte de su vida, también en el Barrio Luján, 300 metros al sur de la Dos Pinos, cuando estaba allí, o 200 metros al sur de la Pulpería La Reforma, a la par del Aserradero, como dábamos las direcciones antes.
Estos son algunos recuerdos de la pajarera y de mi querida tía Angela Rodríguez Rodríguez.
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