Un tiempo para…
Iris Zamora [email protected] | Lunes 26 diciembre, 2016
Se nos está olvidando ser humanos…
El hermoso libro del Eclesiastés, nos recuerda que “…cada cosa tiene su tiempo bajo el cielo”…
Un tiempo para…
Los cipreses no dejan de agitar sus ramas, mientras algunas de sus redondas semillas caen abiertas en el suelo, tapizado de pequeñas hebras secas de un par de pinos cercanos, que confundidos entre sus parientes contribuyen a embobarme, con ese mágico instante de brisa, aromas de maderas y colores… Como empotrado en esta tarde de diciembre, el pequeño templo de madera, de esa Iglesia católica rural, de un San Ramón lejano, que tiene dificultad en marcharse, quizá para que no olvidemos de dónde venimos, o quizá para recordar la solidez de una cultura que aparenta esfumarse, como lo ha hecho la neblina que nos acompañaba de niñas, mientras jugábamos en la calle, “bate” o “mando, mando”… Nos desafía…
Esa quietud no se parece en nada al congestionamiento de nuestras ciudades en donde no se puede transitar, no se puede estacionar; no hay espacio para los autos, pero hacemos rodar el nuestro, sabiendo que es imposible movernos con fluidez… ¿Por qué lo hacemos? …¿Es tan urgente?,… sonar el claxon como si con ello se despejara la vía… Amontonarnos en los centros comerciales, en las tiendas por departamentos, en los “moles”, en los estacionamientos dando vueltas hasta esperar que alguien se canse de ver cosas y abandone el sitio… Millones de luces de colores, ofertas del 20% y 30% que no son tal, envoltorios multicolores que llenan nuestras retinas, el barullo, los rostros de miradas lejanas o tristes. Poca gente sonríe, quizá los niños que esperan la última consola, o el teléfono inteligente que los hace practicar la ausencia prolongada. ¿Quién sonríe en estas fechas?...
Respiro profundo, no me lo propongo, solo fue un acto involuntario, ordenado por mi cerebro, o mis pulmones, esta quietud es indescriptible, las voces de un par de personas, un poco más lejos apenas si compite con las ráfagas de viento que mueven las veraneras (ahora les decimos buganvilias, suena más sofisticado).
…El caos allá afuera ¡Es el precio de la modernidad!, vaya, si pagamos con creces…
¿Cuántas horas dedicamos a trasladarnos de un sitio a otro?... ¿Cuántas en las RRSS?... ¿Cuándo fue la última vez que me tomé un café con unas buenas amigas y hablamos de los políticos, del gobierno, o de sus maridos, del cuerpazo de Chayanne a los 50, del último libro de, no sé, esa autora mexicana, de origen ruso, sí, sí, esa misma, que tengo el nombre en la punta de la lengua (sitio preferido de la mente para almacenar datos que no nos proporciona), de lo caro de los perfumes, de aprender a hornear alguna vez unas galletas, o el discurso de Madonna al ser declarada la artista del año… de la salud de un viejo compañero, o la “repentina” muerte de un conocido, de lo bien que nos ha hecho caminar un poco, o de lo sabroso de un helado tempura… de los güilas, de sus novias, o de los nietos…?... Es que no hay tiempo, es que el trabajo, la casa, las reuniones, las compras… Sí, no hay tiempo. Esa es una sentencia lapidaria.
No hay tiempo... Se nos olvidó la cálida sensación, de los abrazos prolongados, amorosos, sinceros, a las amigas, a los amigos, encontrarnos con cualquier excusa y hablar cosas profanas o santas, de reír a carcajadas o dejar que, alguna lágrima ruede sin proponérnoslo… Se nos está olvidando ser humanos…
El hermoso libro del Eclesiastés, nos recuerda que “…cada cosa tiene su tiempo bajo el cielo”…
La brisa está más fría, y se ha metido entre el tejido de mi blusa, obligando a mi mente a regresar a este sendero escoltado por viejos cipreses y pinos que conducen a la puerta principal de esta pequeña iglesia, que habrá albergado millones de plegarias de cuantos se han arrodillado, confiando llenos de fe. La puerta se abre mientras una mujer sonríe como si me conociera y me cuenta que debió cerrar para poder limpiar, porque el viento no la dejaba. Me sugiere, “ya puede entrar”.
Yo solo estoy ahí… esperando, mientras conversan… instintivamente me pongo de pie, camino, quizá para cubrirme del frío de esa suave y generosa tarde… las iglesias, los templos, son iguales… la quietud que emana de su interior, la calidez de sus paredes, el aroma apenas perceptible de incienso y velas… la energía vital que habita en ellas, el poder extraordinario que somete al espíritu…
No sé si instintivamente, pero doblo las rodillas, mientras pienso que este, es tiempo para dar gracias…
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