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Acoger a los que huyen

Tomas Nassar [email protected] | Jueves 17 septiembre, 2015


Emigrar es siempre un acto de fe que no podemos traicionar

Vericuetos

Acoger a los que huyen


Boulos Boutros y Warda Badhia, mis abuelos, y sus hijos nacidos en el Líbano, recorrieron los más de 12 mil kilómetros que separan Hasroun y Heredia, por necesidad. Ciertamente no hablaban español y, muy probablemente, conocían muy poco o nada de la América hacia la que se embarcaron a inicios del siglo pasado.
Imaginarán ustedes el nivel de incertidumbre que embargaba a los emigrantes en una época en la que las comunicaciones eran absolutamente rudimentarias. Claro que en esos días, en los montes del norte del Líbano, habría sido una ardua tarea enterarse de las características y condiciones de la vida ultramar.
Como ellos y, por supuesto, por un imperativo de supervivencia, miles de ciudadanos provenientes de lejanos lares han arribado desde siempre a Costa Rica, pequeña acogedora nación que nunca tuvo distingos en recibir, con los brazos abiertos, a los hijos de otras tierras. Muchísimos ticos somos, de alguna manera, descendientes de extranjeros que escogieron esta Patria para que nacieran sus hijos y los hijos de sus hijos.
Llegaron de Europa españoles, como mi otro abuelo, ingleses, franceses, muchos alemanes e italianos, algunos suizos, croatas y holandeses. Vinieron de Palestina, del Líbano, de Siria, de Jordania y de otras naciones de Oriente Próximo.
La Patria recibió con afecto a miles de judíos antes, durante y después del pogromo de la Segunda Guerra y también a chinos, coreanos, japoneses, americanos, canadienses y caribeños afrodescendientes, todos ajenos a nuestra lengua, nuestras costumbres, nuestras tradiciones… Más cercanos han sido los chilenos, antes y después de 1973, y el flujo continuo de centroamericanos.
Las razones fueron muchas y variadas pero la inmensa mayoría emigró por necesidad, unos por hambre, otros por persecución, huyendo de los horrores de la guerra o simplemente en búsqueda de un mejor destino.
Aprendieron español, adoptaron las costumbres, se integraron, trabajaron muy duro y muchos prosperaron. Para ellos no fue un obstáculo la diferencia cultural, el idioma desconocido, ni la carencia, en la mayoría de los casos, de una comunidad de acogida. Pudieron ser ciudadanos ejemplares y nos legaron descendientes que honran nuestra nacionalidad.
Somos, en definitiva, el resultado de una mezcla de razas, de religiones, de culturas, somos en mucho producto de la inmigración, de lo nuestro y de lo suyo, de esa mezcla magnífica que nunca nos ha sido extraña y  que llevamos en el alma.
Somos, y hemos sido por siempre, una patria de brazos abiertos y corazón grande.
Los sirios que huyen de la muerte probablemente nunca vendrán, pero si ello sucede, el Presidente de la República, que es también descendiente de inmigrantes, deberá reconsiderar su decisión de no recibirlos para que no abandonemos nuestra tradición de acogida y para honrar a nuestros antepasados quienes buscaron paz y progreso e hicieron patria en esta tierra que nos legaron.  
Emigrar es siempre un acto de fe que no podemos traicionar.

Tomás Nassar

 

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